Amenazas a la Democracia liberal y su impacto en la empresa

Un mundo de consensos que está desapareciendo

Las democracias liberales de la posguerra mundial se apoyan en grandes consensos, que tienen varios fundamentos o niveles. De modo plástico, se puede pensar en un árbol. En lo más profundo, en las raíces que casi siempre pasan invisibles, existía un sustrato prepolítico, moral y casi siempre de origen religioso: las grandes verdades sobre la persona y la sociedad, que casi nadie negaba, y que se recogen en las grandes declaraciones de derechos. Precisamente, esos derechos son el elemento fundamental del tronco, que es la cultura política de la democracia constitucional. En ese tronco se afirman las ramas principales: los concretos sistemas políticos de cada país, consagrados en constituciones escritas.

Las constituciones escritas recogían los distintos aspectos de esta cultura social y política, en sus tres dimensiones de justicia material o sustantiva (los derechos individuales y el Estado social, que marcan el modo de vida en común); de justicia formal o procedimental (las instituciones del Estado, la separación de poderes y los modos de tomar decisiones); y de identidad (delimitando el sujeto de la soberanía nacional, la extensión del territorio y los símbolos de pertenencia a la nación). Las constituciones no solo tienen superioridad jurídica sobre el resto de las leyes, sino que vienen respaldadas de ordinario por un gran consenso social, que se hace posible, entre otras cosas, gracias a una gran clase media, educada y cohesionada por estados de bienestar y economías pujantes.

Sobre la fortaleza —pero también los límites— de ese entramado común se afirma, en último término, el pluralismo ideológico y partidista. De este modo, la diversidad de ideas e intereses se hace compatible con la unidad en lo fundamental, en esos tres niveles de justicia material, formal y de identidad; así como en las llamadas “políticas de Estado”. Así, la alternancia política no altera la confianza en las instituciones comunes, sino que la va consolidando. En ese clima, las empresas encuentraban una cierta legitimidad social como responsables del crecimiento económico y la creación de empleo, siempre que respetasen las reglas de juego y no cayeran en la corrupción. Izquierda y derecha tendrían políticas fiscales y sociales ligeramente distintas, que se van equilibrando mutuamente mediante la alternancia de períodos que acentuaban la creación de riqueza o su redistribución.

La crisis del orden liberal y los nuevos ejes de la política

La estabilidad de este sistema dentro de cada país, y entre las naciones, no estaba exenta de amenazas y de limitaciones, especialmente visibles en los países de la América Latina, en los que las condiciones anteriores no siempre se han cumplido. Resulta difícil señalar el comienzo del final de este gran consenso liberal. Sin duda, desde la crisis financiera de 2008 se han sucedido una serie de grandes alteraciones que han erosionado el terreno común sobre el que se articula la vida social y el juego del pluralismo político.

La escasez económica no solo da origen a la preocupación por la gestión de los recursos escasos (economía), sino también al problema de la justicia (la distribución de recursos escasos, de premios y castigos). La crisis ha supuesto el fin de dos grandes mitos legitimadores del régimen de la democracia constitucional: el mito de la representación política, que ha roto la confianza en élites e instituciones, que ya “no nos representan”; y el mito del progreso económico, que ha roto la confianza en el futuro de bienestar para quien quisiera trabajárselo.

La indignación social se manifiesta en nuevos movimientos políticos que no aceptan el consenso. Por un lado, desde la izquierda más urbana y global asistimos a la sustitución del discurso de justicia económica por el discurso de las políticas de identidad, que rompe definitivamente el consenso moral de nuestras sociedades, al reivindicar las identidades victimizadas de los grupos alternativos que sufrían marginación en el orden político y social anterior. Por otro lado, desde la derecha, se reivindican las viejas identidades hegemónicas —la nación, la religión— y la vida comunitaria que la liquidez del mundo contemporáneo pone en riesgo.

En cualquier caso, se alteran los temas y los grupos sociales propios de la derecha y de la izquierda, y el eje de la polarización política deja de ser tanto izquierda-derecha, como arriba-abajo (élites y pueblo) y centros urbanos que aprovechan la globalización y las periferias cada vez más marginales (los llamados anywheres y somewheres).

Este nuevo eje debilita el consenso sobre el valor de instituciones y procedimientos. Primero, porque el lenguaje populista se muestra eficaz para movilizar un voto que solía estar en la abstención o la pasividad. Segundo, porque el discurso subraya lo que separa a unos y a otros, trazando divisiones entre amigos y enemigos, culpables y salvadores, personas y grupos, inmorales y morales. Todo esto sucede en un clima emotivista, donde ya no hay razones comunes para dialogar sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, de modo que el discurso político se ve capturado por las dinámicas propias de la conflictividad emocional —que genera drama, interés, clics—. Se crean cámaras de eco que refuerzan las dinámicas tribalistas de la sociedad.

Por un corto tiempo se pensaba que Internet iba a resolver el problema de la representación, acercando al ciudadano instituciones y decisiones, y que permitiría un intercambio abierto de ideas. Pero hemos comprobado que, aunque en ocasiones logra esos efectos, lo que hace normalmente es agudizar las tendencias de la polarización y la fragmentación de la opinión pública. Incluso hasta el punto en el que desaparece la distinción verdadero-falso y toda posibilidad de encuentro.

 

Una llamada a la responsabilidad de las empresas

Las grandes empresas multinacionales, entusiastas de los cambios tecnológicos y de la globalización, evidentemente son percibidas como parte de un establishment al servicio de élites globales, urbanas, progresistas e individualistas. Y, de hecho, se alinean muchas veces con esos valores en lo que se ha llamado “woke capitalism” o “capitalismo moralizante”. Es fácil que cedan a la presión de ese tipo de grupos (o de seguir sus inquietudes sinceramente, pues pertenecen a esos grupos sociales, y para las empresas mismas no tiene elevados costes). Además, las poblaciones urbanas y globales tienen mayor capacidad económica y formación profesional: son sus inversores, clientes y trabajadores ideales. Sin embargo, sus intereses se pueden ver comprometidos allí donde se establecen liderazgos políticos más proteccionistas, que promueven estilos de vida menos líquidos, de valores menos universales y más comunitarios. En todo caso, es dudoso que se vayan a ver favorecidas a largo plazo por un clima social conflictivo, potencialmente violento.

La superación de la crisis de la pandemia por el covid-19 amenaza con generar nuevos problemas económicos (como la inflación) y geopolíticos; potenciar la distancia social entre grupos humanos heterogéneos al aumentar la mediación tecnológica y reducir los espacios comunes de libre acceso; y alterar la percepción del riesgo y la resistencia al control social, y por tanto el equilibrio entre las exigencias de la libertad y las de la seguridad.

La actitud de las empresas

“Estos debates no tiene nada que ver conmigo y mis negocios” tiende a pensar el empresario medio. En un segundo momento, muchos proponen: “En todo caso, estos problemas se resolverían si la gente —en vez de dejarse llevar por ideologías, identidades y diagnósticos simplistas— aceptara que los problemas complejos de nuestra época exigen soluciones aportadas por verdaderos expertos”. Pero estas dos respuestas son manifiestamente insuficientes.

La primera porque no es verdad. El fin del consenso de la posguerra está alterando la distribución de funciones entre empresas y mercados, instituciones públicas y sociedad civil. Se exige mucho más de las empresas que solo el cumplimiento de sus finalidades primariamente económicas. Como ciudadanos, exigimos responsabilidad ante los problemas comunes; como trabajadores, queremos que las empresas nos aporten sentido de propósito en la vida; como inversores, no queremos sustos de ningún tipo y a la vez cada vez establecemos estándares más elevados en materias como el buen gobierno y la sostenibilidad ecológica; como consumidores, queremos que aquello por lo que pagamos nos aporte una identidad de la que estar orgullosos; como activistas, queremos el dinero, el compromiso y la publicidad de las empresas. Aunque las empresas no busquen problemas sociales y políticos en los que comprometerse y tomar partido, la crisis de las democracias liberales irá a su encuentro para  sacarlas del escondite.

La segunda respuesta es casi más peligrosa porque, en tiempos de polarización, desaparece toda confianza en la neutralidad de cualquier posición ideológica y de cualquier grupo social. Los grandes consensos actuales en torno a la Agenda 2030, por ejemplo, no son el resultado de un proceso deliberativo político. En cuanto expresión de un consenso propio de ciertas élites, se convierte en blanco fácil para el discurso populista, que reclama, con mayor o menor razón, la representación de otros valores e intereses.

Dos pasos imprescindibles para responder al reto

En todo caso, queda claro que la polarización aumenta la volatilidad del riesgo político y regulatorio. ¿Qué hacer al respecto por parte de las empresas? La respuesta no es sencilla, ni cabe en recetas. Por supuesto, no es aceptable limitarse a una estrategia de compra de voluntades de políticos, reguladores, opinadores, activistas y sindicalistas. Es muy caro, peligroso, y, en último término, éticamente inaceptable. El reto no es sencillo, pero sí hay dos pasos imprescindibles.

El primero es comprender bien la realidad social y tener un juicio propio sobre las grandes tendencias y los temas más candentes, de modo genérico y específico, y de aquello que afecta a la empresa. Todo esto sin quedarse en grandes análisis geoestratégicos: lo local es crucial, porque muchas veces no responde directamente a las macrotendencias, ni replica en pequeña escala las alianzas propias de los debates nacionales o internacionales.

Esta tarea de comprensión no es fácil, pero tampoco es imposible. No se improvisa, pues requiere tiempo y una actitud que hay que cultivar. Se empieza por leer, escuchar y hablar con quienes tienen la información, objetividad y capacidad de análisis y de síntesis. Esto exige empeñarse por tener relación directa y confiada con personas que pertenecen a otros ámbitos sociales e ideológicos, para evitar los riesgos de distorsión cognitiva propios de las cajas de resonancia, a los que son particularmente proclives las clases empresariales privilegiadas. La creciente división de nuestro espacio social no es solo consecuencia de la fragmentación de la opinión pública, sino también de los estilos de vida desconectados de las clases dirigentes.

El segundo es reorganizar la empresa y sus procesos de análisis y directivos, para que aparezcan en el radar de las organizaciones, en los órdenes del día de sus órganos de gobierno y en la propia estructura, esos problemas, los criterios con que deben abordarse, los indicadores más relevantes, las personas competentes y los actores externos con los que es crítico dialogar, negociar y trabajar juntos.

La necesidad de este debate

De modo más general, es preciso abrir una reflexión a fondo y compartida con otros elementos de la sociedad: empresas, instituciones, sociedad civil. En este debate es preciso no solo prestar atención a los elementos descriptivos del problema y a las recomendaciones instrumentales. Se hace necesario realizar una valoración normativa/evaluativa sobre la misión de la empresa en una sociedad rectamente ordenada. Las fuentes de este debate no pueden ser solo las exigencias legales y procedimentales vigentes; pero tampoco basta atender a las demandas y requerimientos de grupos ideológicos y stakeholders. Es preciso hacerse un marco de pensamiento ético propio, que integre los principios básicos de justicia política y social.